La entrada de los redactores, especialmente los Domingos, es un espectáculo conmovedor. Más que la obligación, la fuerza de la costumbre los arrastra, a las cinco de la tarde, hacia la imprenta. No traen semblante alegre como la gente que a esas mismas horas ha salido a la Alameda a estirar las piernas o a tomar un poco de aire bajo los árboles recién pintados de verde por la primavera. No han visto el sol ni los árboles, ni siquiera la opulenta piel de tigre que los últimos rayos del crepúsculo han tenido el cuidado de extender a lo largo del paseo.
Junto con salir de la casa, les asaltó la obsesión del nuevo artículo del que sin falta habrá de salir mañana y se han venido rumiando el tema del día con la vaga esperanza de extraerle alguna substancia. Tal vez ese rumorear es el que comunica a sus rostros el aire bovino con que atraviesan los umbrales de la imprenta. Su entrada es un espectáculo bucólico. Tiene algo de llegada de las vacas al establo. No es preciso arrearlos. Como los pobres animales, están acostumbrados a que se les ordeñe día a día, ellos mismos meten la cabeza en el estanco.
Hay una profunda tristeza en esa vaca vieja que antes daba un decalitro de editoriales y que ahora, después de mil esfuerzos, logrará dar media columna. Porque en esta extraña lechería periodística, la producción no se pide por litros, sino por columnas.
El público, por su parte, está acostumbrado a este absurdo alimento espiritual que ingiere cada mañana junto con el desayuno. El diario y el café con leche son dos inseparables compañeros que llegan a la misma hora y reciben, como saludo, el mismo bostezo y el mismo gesto de cansancio con que cada hombre se dispone a dar principio a su tarea. Se les toma a ambos maquinalmente, sin acordarse para nada del periodista que escribió el artículo, ni de la vaca que proporcionó la leche. Los dos animales llevan una vida tan semejante que no es raro que corran la misma suerte. Sólo que el primero se da cuenta más exacta de su situación, y, en consecuencia, es mucho más desdichado que su compañera de infortunio. La vaca no mide las consecuencias que podrá tener para ella su sequía. En cambio, el otro sabe que el día que su producción flaquee, no le quedará otro recurso que presentar su renuncia y retirarse del establo. También él es una vaca; pero una vaca con cierta dignidad, que comprende sus deberes y ama el prestigio de la lechería. Tiene una esperanza vaga en la jubilación. Se han visto casos de colegas tan lecheros que han resistido treinta años a la ordeña sin que el público se haya quejado de la leche; pero son muchos, infinitos, los casos en que ha habido reclamos.
La vaca trata de disculparse, claro está: -«Antes había pasto verde -dice-.¡Qué gracia dar leche así, cuando nos hundíamos hasta la barriga en el alfilerillo! Pero ahora, con una insignificante ración de paja, medida, limitada y vuelta a medir para que no se pase ni una brizna más de las establecidas, ¿quién es capaz de llenar media columna?».
Disculpas, simples disculpas de la vaca. Hay que dar leche, sea como sea. El Director del diario espera con el litro extendido, y el público está mal acostumbrado y no puede prescindir del artículo que forma parte de su desayuno. ¡Pobre vaca!
-Agradecimientos a Ramón Díaz Eterovic por alimentar La Vaca
1 comentario:
Es que a la gente ya le da lo mismo si la leche es natural, artificial o es agua con harina.
Saludos!
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