
sábado, 28 de noviembre de 2009
lunes, 16 de noviembre de 2009
domingo, 15 de noviembre de 2009
Así se identifica al asesino en el Perú pe
TEMAN!
Cómo pretenden que uno tome por seria una noticia así?!
xD!
Lenguaje Vaca: Puntos princesa

Ejemplo: Si en un cocktail, un amigo persigue a los mozos para sacar más comida, demuestra un alto grado de pobreza y de maltrato a las buenas costumbres, por lo tanto deberá perder todos sus puntos princesa.
sábado, 14 de noviembre de 2009
miércoles, 11 de noviembre de 2009
Super Metro Bros.
Bueno, estas son las cosas que supuestamentes son shuper artísticas e implican que el metro se vea 'más lindo'. Ya, te creo.
Esto, más que un homenaje de nuestra comuna hacia el icónico juego, es un derroche de material para algo que nisiquiera sabemos en qué demonios de convertirá ni pa qué servirá.
- Será un caracol, así como pa 'darle vuelta'?
-O un Portal Pajaritos, así como el portal Lyon, pero donde se vendería lo que se roba allá en Providencia?
-O en volá, de verdad pretenden construir un tubo pa teletransportarse a otros 'mundos'.
domingo, 8 de noviembre de 2009
viernes, 6 de noviembre de 2009
Un día perfecto para el pez banana - Sallinger

En el hotel había noventa y siete publicitarios neoyorquinos, y monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia de tal manera que la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina de bolsillo leyó una nota titulada El sexo es divertido... o infernal. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada al lado de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
Era una chica a la que una llamada telefónica no le hacía gran efecto. Daba la impresión de que el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que ella alcanzó la pubertad.
Mientras el teléfono llamaba, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo meñique, acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del asiento junto a la ventana un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de luz, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya tendida y -ya era la cuarta o quinta llamada- levantó el tubo del teléfono.
-Hola -dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que tenía puesto, salvo las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
-Su llamada a Nueva York, señora Glass -dijo la operadora.
-Gracias -contestó la chica, e hizo lugar en la mesita de luz para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo estás? -dijo.
-He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no llamaste? ¿Estás bien?
-Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos acá han...
-¿Estás bien, Muriel?
La chica aumentó un poco más el ángulo entre el auricular y su oreja.
-Estoy perfectamente. Con calor. Este es el día más caluroso que ha habido en
-¿Por qué no llamaste? Estuve tan preocupada...
-Mamá, querida, no me grites. Puedo oírte perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
-Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿Estás bien, Muriel? Dime la verdad.
-Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
-¿Cuándo llegaron?
-No sé... el miércoles, a la madrugada.
-¿Quién manejó?
-El -dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
-¿Manejó él? Muriel, me diste tu palabra de que...
-Mamá -interrumpió la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el camino, ésa es la verdad.
-¿No trató de hacerse el tonto otra vez con los árboles?
-Vuelvo a repetirte que manejó muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... podía notarse. Entre paréntesis, ¿papá hizo arreglar el auto?
-Todavía no. Piden cuatrocientos dólares, sólo para...
-Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. No hay motivo, entonces...
-Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás...
-Muy bien -dijo la chica.
-¿Siguió llamándote con ese horroroso...?
-No. Ahora tiene uno nuevo.
-¿Cuál?
-Mamá... ¡qué importancia tiene!
-Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
-Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 -dijo la chica, con una risita.
-No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
-Mamá -interrumpió la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Acuérdate... esos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
-Tú lo tienes.
-¿Estás segura? -dijo la chica.
-Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había lugar en la... ¿Por qué? ¿El te lo pidió?
-No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el auto. Me preguntó si lo había leído. -¡Pero está en alemán!
-Sí, querida. Ese detalle no tiene importancia -dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...
-Espantoso. Espantoso. En verdad es triste. Anoche dijo tu padre.
.. -Un segundito, mamá -dijo la chica. Cruzó hasta el asiento junto a la ventana en busca de sus cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá? -dijo, exhalando el humo.
-Muriel... mira, escúchame.
-Te estoy escuchando.
-Tu padre habló con el doctor Sivetski.
-¿Ajá? -dijo la chica.
-Le contó todo. Por lo menos, así me dijo... ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas... todo.
-¿Y entonces...? -dijo la chica.
-En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta en el hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad... una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la cabeza. Te lo juro.
-Aquí en el hotel hay un psiquiatra -dijo la chica.
-¿Quién? ¿Cómo se llama?
-No sé. Rieser o algo así. Dicen que es muy bueno.
-Nunca lo oí nombrar.
-De todos modos dicen que es muy bueno.
-Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de cablegrafiarte que volvieras inmediatamente a casa...
-Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma...
-Muriel... palabra... El doctor Sivetski dijo que Seymour podía perder por completo la...
-Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la valija y volver a casa porque sí -dijo la chica-. De cualquier modo, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
-¿Te quemaste mucho? ¿No usaste ese bronceador que te puse en la valija? Está...
-Lo usé. Me quemé lo mismo.
-¡Qué horror! ¿Dónde te quemaste?
-Me quemé toda, mamá, toda.
-¡Qué horror!
-No me voy a morir.
-Dime, ¿le hablaste a ese psiquiatra? -Bueno... sí... más o menos... -dijo la chica.
-¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
-En
-¡Oh, no mucho! El fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al Bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour no había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
-¿Por qué te hizo esa pregunta?
-No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y qué sé yo -dijo la chica-. La cuestión es que después de jugar al Bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en la vidriera de Bonwit? Que tú dijiste que había que tener un chico, chiquísimo...
-¿El verde?
-Lo tenía puesto. Con esas caderas. Se la pasó preguntándome si Seymour estaba emparentado con esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
-¿Pero él qué dijo? El médico.
-¡Ah! sí... Bueno... en realidad, mucho no dijo. Sabes, estábamos en el bar. Había un bochinche terrible. -Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
-No, mamá. No abundé en detalles -dijo la chica-. Seguramente podré hablarle de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
-¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... tú sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
-En realidad, no -dijo la chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, el ruido era tal que apenas podíamos hablar.
-En fin. ¿Y tu abrigo azul?
-Bien. Le aliviané un poco el forro.
-¿Cómo es la ropa este año?
-Terrible. Pero encantadora. Por todos lados se ven lentejuelas -dijo la chica.
-¿Y tu habitación?
-Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra -dijo la chica-. Este año la gente es un espanto. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
-Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido tipo bailarina?
-Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
-Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio estás bien?
-Sí, mamá -dijo la chica-. Por enésima vez.
-¿Y no quieres volver a casa?
-No, mamá.
-Tu padre dijo anoche que estaría encantado de hacerse cargo si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
-No, gracias -dijo la chica, y descruzó las piernas-. Mamá, esta llamada va a costar una flor...
-Cuando pienso cómo estuvieste esperándolo a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas tan locas que...
-Mamá -dijo la chica-. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
-¿Dónde está?
-En la playa.
-¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
-Mamá -dijo la chica-. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
-No dije nada de eso, Muriel.
-Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la salida de baño.
-¿No se quita la salida de baño?¿Por qué no?
-No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
-Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
-Lo conoces muy bien -dijo la chica, y volvió a cruzarse de piernas-. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
-¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
-No, mamá. No, querida -dijo la chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
-Muriel. Hazme caso.
-Sí, mamá -dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
-Llámame en el mismo momento en que haga, o diga, algo raro..., tú me entiendes. ¿Me oyes?
-Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
-Muriel, quiero que me lo prometas.
-Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá -dijo la chica-. Cariños a papá -colgó.
-Ver más vidrio (*) -dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su mamá-. ¿Viste más vidrio?
-Gatita, por favor, no sigas repitiendo eso. La vas a enloquecer a mamita. Quédate quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada en una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Usaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales no necesitaría realmente por nueve o diez años más.
-En verdad no era más que un pañuelo de seda común... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo -dijo la mujer sentada en la reposera contigua a la de la señora Carpenter-. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosura.
-Por lo que usted me dice, parece precioso -asintió la señora Carpenter.
-Quédate quieta, Sybil, gatita...
-¿Viste más vidrio? -dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
-Muy bien -dijo. Tapó el frasco de bronceador-. Ahora vete a jugar, gatita. Mamita va a ir al hotel a tomar un copetín con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando quedó en libertad, Sybil corrió de inmediato hacia la parte asentada de la playa y echó a andar hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo inundado y derruido, y enseguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia las arenas flojas. Se detuvo al llegar al sitio en que un hombre joven estaba echado de espaldas.
-¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? -dijo.
El joven se sobresaltó, y se llevó la mano derecha, instintivamente, a las solapas de su salida de baño. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
-¡Ah!, hola Sybil.
-¿Vas a ir al agua?
-Te estaba esperando -dijo el joven-. ¿Qué hay de nuevo?
-¿Qué? -dijo Sybil.
-¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
-Mi papá llega mañana en avión -dijo Sybil, pateando la arena.
-No me tires arena a la cara, nena -dijo el joven, tomando con una mano el tobillo de Sybil-. Bueno, era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando cada minuto. Cada minuto.
-¿Dónde está la señora?
-¿La señora? -el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-. Difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Haciéndose teñir el pelo de color visón. O haciendo muñecos para los chicos pobres en su habitación.
Poniéndose boca abajo cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
-Pregúntame algo más, Sybil -dijo-. Tienes un traje de baño muy lindo. Si hay algo que me gusta, es un traje de baño azul.
Sybil lo miró fijo, y después contempló su barriga sobresaliente.
-Este es amarillo -dijo-. Es amarillo.
-¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
-Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
-¿Vas a ir al agua? -dijo Sybil.
-Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio, si quieres saberlo. Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón. -Necesita aire -dijo.
-Es verdad. Necesita más aire de lo que estoy dispuesto a reconocer -retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena-. Sybil -dijo-, estás muy linda. Es un gusto verte. Cuéntame algo de ti -estiró los brazos hacia adelante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil-. Yo soy capricorniano.
¿Cuál es tu signo?
-Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano -dijo Sybil.
-¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente.
Le soltó los tobillos, encogió los brazos y recostó el costado de la cara en el antebrazo derecho.
-Bueno -dijo-. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía sacarla de un empujón, ¿no es cierto?
-Sí que podías.
-!Ah!, no. No era posible -dijo el joven-. Pero, ¿sabes lo que hice, en cambio?
-¿Qué?
-Hice de cuenta que eras tú.
Sybil inmediatamente bajó la cabeza y empezó a cavar en la arena.
-Vamos al agua -dijo.
-Bueno -replicó el joven-. Creo que puedo arreglarme para hacerlo.
-La próxima vez, sácala de un empujón -dijo Sybil.
-¿Que saque a quién?
-A Sharon Lipschutz.
-¡Ah!, Sharon Lipschutz -dijo él-. ¡Cómo aparece siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos -repentinamente se puso de pie y miró el mar-. Sybil -dijo-, ya sé lo que podemos hacer. Vamos a tratar de pescar un pez banana.
-¿Un qué?
-Un pez banana -dijo, y desanudó el cinto de su salida de baño.
Se la quitó. Tenía los hombros blancos y angostos y el pantalón de baño era azul eléctrico. Plegó la salida, primero a lo largo, después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la salida plegada. Se agachó, recogió el flotador y lo sujetó bajo su brazo derecho. Luego, con la mano izquierda tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
-Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana -dijo el joven. . -¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
-No sé -dijo Sybil.
-Claro que sabes. Tienes que saber. Sharon Lipschutz sabe donde vive, y no tiene más que tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón arrancó su mano de la de él. Recogió una conchilla común y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
-Whirly Wood, Connecticut -dijo, y echó nuevamente a andar, con la barriga hacia adelante. -Whirly Wood, Connecticut -dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró:
-Ahí es donde vivo -dijo con impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, tomó el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
-No te imaginas cómo eso aclara todo -dijo él.
Sybil soltó su pie: -¿Has leído El negrito sambo? -dijo.
-Es gracioso que me preguntes eso -dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche -se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil-. ¿Qué te pareció? -le preguntó.
-¿Los tigres corrían todos alrededor de ese árbol?
-Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
-No eran más que seis -dijo Sybil.
-¡Nada más que seis! -dijo el joven-. ¿Y dices nada más?
-¿Te gusta la cera? -preguntó Sybil.
-¿Si me gusta qué? -dijo el joven.
-La cera.
-Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza. -¿Te gustan las aceitunas? -preguntó.
-¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
-¿Te gusta Sharon Lipschutz? -preguntó Sybil.
-Sí. Sí, me gusta. Lo que me gusta más que nada de ella es que nunca le hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas nenas que se divierten mucho molestándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
-Me gusta masticar velas -dijo ella por último.
-¡Ah!, ¿y a quién no? -dijo el joven mojándose los pies-. ¡Caracoles! Está fría. -Dejó caer el flotador en el agua-. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más afuera.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la depositó boca abajo en el flotador.
-¿Nunca usas gorra de baño ni nada de eso? -preguntó.
-No me sueltes -dijo Sybil-. Sujétame, ¿quieres?
-Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo -dijo el joven-. Sólo ocúpate de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para peces banana.
-No veo ninguno -dijo Sybil.
-Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empujando el flotador. El agua no le alcanzaba al pecho.
-Llevan una vida muy triste -dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella meneó la cabeza.
-Bueno, te diré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero una vez adentro, se portan como cochinos. ¿Sabes?, he oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas -empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más cerca del horizonte-. Claro, después de eso engordan tanto que no pueden volver a salir. No pasan por la puerta.
-No vayamos tan lejos -dijo Sybil-. ¿Y qué pasa después con ellos?
-¿Qué pasa con quiénes?
-Con los peces banana.
-Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?
-Sí -dijo Sybil.
-Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
-¿Por qué? -preguntó Sybil.
-Contraen fiebre bananífera. Es una enfermedad terrible.
-Ahí viene una ola -dijo Sybil nerviosa.
-La ignoraremos. La mataremos con la indiferencia -dijo el joven-, como dos engreídos. -Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó para adelante y para abajo. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente en posición horizontal, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó: -Acabo de ver uno.
-¿Un qué, mi amor?
-Un pez banana.
-¡No, por Dios! -dijo el joven-. ¿Tenía alguna banana en la boca?
-Sí -dijo Sybil-. Seis.
El joven de pronto tomó uno de los empapados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
-¡Eh! -dijo la propietaria del pie, volviéndose.
-¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te divertiste bastante?
-¡No!
-Lo siento -dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
-Adiós -dijo Sybil y salió corriendo, sin lamentarlo, en dirección al hotel.
El joven se puso la salida de baño, cruzó bien sus solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaloso y lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel -que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada de zinc. -Veo que me está mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice? -dijo la mujer.
-Dije que veo que me está mirando los pies.
-¡Cómo dijo! Casualmente estaba mirando el piso -dijo la mujer, y se dio vuelta enfrentando las puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme los pies, dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
-Déjeme salir, por favor -dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos -dijo el joven-. Quinto piso por favor.
Sacó la llave del cuarto del bolsillo de su salida de baño.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a valijas nuevas de cuero de vaquillona y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las valijas, la abrió y extrajo una automática debajo de una pila de calzoncillos y camisetas -Ortgies calibre 7.65-. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Corrió el seguro.
Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se descerrajó un tiro en la sien derecha.
jueves, 5 de noviembre de 2009
miércoles, 4 de noviembre de 2009
martes, 3 de noviembre de 2009
Show pobre?
Si no tiene disfraz para Jalogüin, saque un poco de papel higiénico y se podrá disfrazar de POOOBRE!
Recuerde que su disfraz gana puntaje si usted se encuentra curao como tagua
sábado, 24 de octubre de 2009
lunes, 19 de octubre de 2009
martes, 13 de octubre de 2009
lunes, 12 de octubre de 2009
La noche boca arriba - Cortázar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
. |
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
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Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz.
Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él.
Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte.
Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
miércoles, 7 de octubre de 2009
MAMI
La vaca extraña a la Mamá
Y no es que se eche de menos por que la casa está sucia o por que no hay comida
Es mucho más que eso
Sin la Mamá, el Max, tapao en amargura, se acuesta a las 8 de la noche
Es como si ya no tuviera de quien esconderse
Y Vaca?
La mamá es la única persona con la cual motiva discutir
Siempre gana
Y no poder pelear con ella es una motivación menos para el día
Gringos weones
La Vaca no está ni ahí con Avatar
Dejando a un lado la pirotecnia y el horroroso gasto de Avatar, la película de James Cameron, aparecen algunos dramas y sorprendentemente varias comedias, además del musical Nine, de Rob Marshall, el mismo de Chicago, con Daniel Day-Lewis y Penelope Cruz.
La vaca ya elegió sus favoritas
A Serious Man, lo nuevo de los hermanos Coen
The Men Who Stare At Goats, la secreta búsqueda del súper soldado americano con poderes psíquicos. Con George Clooney, Ewan McGregor y Jeff Bridges.
Adpatación de la novela donde la protagonista, violada y asesinada, narra los hechos desde el paraíso. Dirigida por Peter Jackson.
lunes, 5 de octubre de 2009
domingo, 4 de octubre de 2009
sábado, 3 de octubre de 2009
Dónde está el Max?
viernes, 2 de octubre de 2009
Facebookeros irritantes!

-El cuenta-cada-detalle-de-su-vida: Aquel que publica desde el ''despertando'', pasando por el ''almorzando'', ''reunión con ...'' hasta el ''me acuesto, buenas noches''. No es necesaria tanta diversión con tan hilarantes publicaciones! Porfavor abra una cuenta en twitter.
-El autopromotor: ''www.zerovarius.net - www.revistalapagina.com // Soy el ejemplo viviente del triunfo de la esperanza sobre la experiencia // Si Tocalli no se va, nos vamos a segunda :@ // Consciencia es existencia!''. Ok, está bien tratar de hacerse un espacio en la red, pero que nos bombardeen con que TODOS tus post, publicaciones o similares sean un link con algo tuyo que debemos ver es irritante!
-El amigable: Es posible tener más de 500 amigos? La vaca siempre ha tratado de responder eso. ¡¿Cómo lo hacen?! Cuando sube una persona a la micro, le meten conversa? Si alguien te pregunta la hora en la calle, le cuentas tus problemas? Por favor, no por ver a una persona una vez te vuelves su amigo!
-El gritón: ¿Han visto a aquellos necesitados que postean ''GANÓ CHILE'', cuando todo el mundo, hasta quienes odian el futbol, se enteraron hasta por osmosis del tremendo notición? Sí, ellos necesitan gritar y al parecer caradelibro lo permite.
-El académico: ''Ni ay con el asar''. Ya, si hay una weá que empelota a la vaca es que los monos sigan confundiendo el ''hay'' con el ''ahí'' y el ''ay''. Todos tenemos faltas de ortografía, más aún en el veloz mundo digital, pero que tu vida entera sea un mar infinito de errores ortográficos? Inaceptable.
-El 'creepy': Es aquella persona que conoces poco, ha visto todas tus fotos dejando comentarios en ellas y, cuando comenta, hace referencias a eventos pasados que ¡nunca le contaste!. Como para asustarse no?
-El poeta: ''Si no es ahora, cúando?...'', ''conciencia es existencia'' o el cliché de moda. La raja creerse poeta, pero que tus publicaciones sean frases hechas que no dicen nada y que solo muestran la necesidad de hacerse el interesante es patético!
-El sniper: Aquel que, apenas abres la página, te mete conversa por el chat de FB y no te suelta hasta que inventas algo para librarte de él.
-El aplicación: Es por lejos el más exasperante de todos. Que abre las galletas de la fortuna, que hace millones de puntos en el juego de moda, que te invita a guerra de pandillas, que le pide un consejo a x, y, z. POR FAVOR encuentren algo mejor que hacer!
-El Facebook-me-consumió-la-vida: Para finalizar, el enfermo terminal de esta red social, que asumiendo resignadamente su condición, está TODO el día en facebook y sufre cuando no puede ingresar a la página. Llega a generar simpatía e incluso, ternura.
Si se les ocurre otro, comenten!
miércoles, 30 de septiembre de 2009
Lenguaje Vaca: Show pobre
Show pobre: Dícese del acto que, generalmente incentivado por el acohol, lleva a la persona a realizar un vergonzoso espectáculo que siempre termina con los amigos/espectadores muertos de la risa. Suele terminar con la chucarización del protagonista.
(Con tal de no webiar ni a la Katia ni a la Vale, no se pondrán ejemplos xD)
El emperador del aire - Ethan Canin
Permítanme presentarme. Tengo sesenta y nueve años, vivo en la casa en la que crecí y he sido profesor de biología y astronomía en el colegio secundario del pueblo durante tantos años que he dado clases al nieto de uno de mis alumnos. Uso el reloj pulsera de mi padre, que me dice que son las cuatro y media pasadas de la mañana, y aunque antes no lo creía así, ahora pienso que la esperanza es la esencia de los hombres buenos.
Mi esposa Vera y yo no tenemos hijos. Esto nos ha permitido hacer muchas cosas en la vida: nos hemos parado sobre
Tengo la impresión de que el tiempo ha pasado por alto a mi esposa. Patina sobre el hielo, hace arduas caminatas y se baña desnuda en lagos de montaña. Lo hace sin mí, porque mi vida ha sufrido una reducción de velocidad. El otoño pasado, cuando pasaba la cortadora de césped por nuestro jardín, sentí una opresión en el pecho y una punzada de dolor en el hombro, y pasé una semana en un cuarto compartido de hospital. Ataque cardíaco. Infarto de miocardio, leve. Ya no corro para alcanzar el tren y en el bolsillo de la camisa llevo un frasquito de píldoras de nitroglicerina. Cuando hago cola en el supermercado o quedo atrapado en un atasco del tránsito, me repito que la impaciencia no es un buen motivo para morir, y la semana pasada, cuando vi desde la ventana a mi vecino, el señor Pike, cruzar el patio hacia mi puerta de calle con una sierra en la mano, me dije que era un hombre condenado y sin esperanzas.
Unos días antes había descubierto los insectos en mi olmo, la hilera roja que subía desde el suelo por el gran tronco hasta desaparecer en las ramas inferiores. Examiné uno bajo la lupa: vi su lustroso cuerpo segmentado; su tórax rojo, alargado como una gota de líquido; sus patitas rojas, finas y articuladas, trepando por las fisuras de la corteza. La mañana que los descubrí, el señor Pikc vino de su casa y subió a mi porche.
—Su olmo está infestado —dijo.
—Lo sé —respondí—. Pase, por favor.
—Lo lamento mucho, pero seré sincero. Hay otros árboles en esta cuadra. Tengo que cuidar mis tres olmos.
El señor Pike es un constructor, un hombre robusto, desagradable, con quien he hablado muy poco. Lo había visto en las competencias deportivas intercolegiales, pero siempre con un aire criticón en la pose de la mandíbula, como dando a entender que sólo le interesaban los errores de los atletas. Es menudo, con brazos y cuello gruesos y un hijo llamado Kurt en cuyos gritos belicosos ya empiezo a escuchar la voz gruesa de su padre.
El señor Pike es dueño o socio de una empresa constructora que levantó un barrio de casas prefabricadas en las afueras del pueblo, en un lote que, recuerdo, el fuego arrasó cuando yo era joven. Una vez el fontanero que reparaba las cañerías en el sótano de mi casa me dijo que el señor Pike era un artesano mediocre, un hombre que prefería el ahorro a la calidad. El fontanero, un hombre de mi edad que guardaba sus herramientas en un cofre de madera, meneó la cabeza al observar que el señor Pike había instalado cañería de plástico en esas casas. “Durarán diez años —dijo—. Después se romperán las costuras, y el agua se va a infiltrar en las paredes y los cielorasos.“ Yo había tenido escaso contacto con el señor Pike hasta que me dijo que quería derribar mi olmo para proteger los tres arbolitos en su patio. Mi casa está separada de la suya por una tapia alta de rododendros cubiertos de hiedra; a diferencia de la mayoría de los vecinos, no podemos espiar nuestras respectivas vidas privadas. En la calle nos limitábamos a comentar los resultados del fútbol o la lluvia interminable, y yo no pisaba su propiedad desde ese día, poco después de su mudanza, en que fui a presentarme y él me mostró el lugar entre las ondulaciones del jardín trasero donde pensaba excavar un refugio antiaéreo.
La semana pasada subió a mi porche con su sierra.
—Tengo olmos jóvenes —dijo—. No puedo permitir que los infesten.
—Mi árbol tiene más de doscientos años.
—Lo lamento mucho —dijo mientras alzaba la sierra—, pero debo ser sincero. Sólo quiero que sepa que lo mandaré cortar apenas usted lo autorice.
Esa semana me costó mucho dormir. Leía a Dickens en la cama, sorbía leche tibia, pero era inútil. El olmo agonizaba. Vera estaba de viaje y yo en la cama pensaba en los insectos, en las mandíbulas diminutas que roían la madera en el corazón del árbol. Terminaba el verano, las noches aún eran cálidas y a veces salía en pijama para contemplar el cielo. Como dije antes, soy profesor de astronomía, y aunque a veces trato de mirar las estrellas como si fueran gotas de leche o perlas, mi ojo las ve de acuerdo con las tablas astronómicas. Parado junto al olmo, alcé la vista a
A veces alcanzaba a escucharlos, royendo el corazón de mi magnífico olmo.
Cuando vi los insectos por primera vez, al día siguiente llamé al vivero de árboles. Un hombre los describió, con sus cuerpos como gotas y sus patas como alambres; identificó el género y la especie.
—¿Matarán el árbol?
—Pueden hacerlo.
—Pero hay venenos, ¿no?
—En este caso, me parece que no —dijo, y añadió que cuando aparecían sobre la corteza, el árbol estaba demasiado infestado para ensayar un pesticida—. Los mataríamos, pero también mataríamos el árbol.
—¿Quiere decir que el árbol está condenado?
—Tal vez no —dijo—. Depende de la colonia de insectos. A veces invaden un árbol pero no lo matan, ni siquiera lo debilitan. Comen la madera, pero a veces lo hacen tan lentamente que el árbol tiene tiempo para reemplazarla.
Se lo dije al señor Pike cuando vino a verme al día siguiente.
—Me pide que mate un árbol de doscientos cincuenta años que de otro modo no moriría hasta dentro de mucho tiempo.
—Ese árbol tiene más de veinticinco metros de altura —dijo.
—¿Y qué?
—Está a diecisiete metros de mi casa.
—Señor Pike, ese árbol es anterior a la guerra de la independencia.
—No quiero ser antipático —dijo—, pero una tormenta podría derribar nueve metros de tronco sobre la pared de mi casa.
—¿Cuánto hace que vive en esa casa?
Me miró, se mondó un diente: —Usted lo sabe.
—Cuatro años —dije—. Yo vivía aquí cuando un zar reinaba en Rusia. El grosor de un olmo en edad de crecimiento aumenta a razón de seis milímetros por año. Ese tronco tiene un diámetro de ciento veinte centímetros. Falta mucho para que empiece a rayar la pintura de su casa o la mía.
—Está enfermo —dijo—. El árbol está enfermo. Podría caer.
—Podría —respondí—. Podría caer.
—Es muy probable que caiga.
Nos miramos por un instante. Apartó los ojos y su mano derecha ajustó algo en su reloj. Miré su muñeca. El reloj tenía un aro de metal brillante; las horas, los minutos y los segundos parpadeaban sobre la cara.
Al día siguiente volvió a mi porche.
—Podemos plantar otro. Después de talar el olmo podemos plantar uno nuevo.
—¿ Sabe cuánto tiempo se necesita para que alcance ese tamaño?
—Puede comprar un árbol crecido. Lo traerían en un camión para plantarlo.
—Un árbol crecido necesitaría un siglo para alcanzar la altura de ese olmo. Un siglo, ¿ se da cuenta?
Me miró. Se encogió de hombros, giró y bajó los escalones. Me senté frente a la puerta abierta. Un siglo. ¿Qué quedaría en
Una vez que entró en su casa, fui al olmo y estudié los insectos que salían de un agujero en la tierra y desaparecían entre las ramas más bajas, por encima de mi cabeza. Formaban una columna gruesa, incesante. Fui a la casa, busqué el periódico del día anterior, lo enrollé y salí. Azoté el tronco hasta desbaratar la columna. Lo azoté hasta que el periódico se mojó y se redujo a jirones; con las uñas aplasté a los rezagados en las fisuras de la corteza. Pisoteé la tierra de donde salían, hundí la puntera del zapato en sus túneles subterráneos. Cuando mi respiración se volvió agitada, me detuve y me senté en el suelo. Cerré los ojos hasta que se me sosegó el pulso en el cuello. Me embargó una sensación serena de triunfo, de que finalmente los había dominado. Después de un rato volví a mirar el tronco: la columna se había reconstituido.
Esa tarde preparé un insecticida potente, lo llevé al árbol y unté todo el tronco. El señor Pike salió a observarme desde su porche. Bajó los escalones hasta la acera, hizo a mis espaldas unos ruidos que parecían risitas.
—El insecticida no sirve —dijo.
Pero al atardecer, cuando salí, los insectos habían desaparecido. El tronco estaba limpio. Con un dedo acaricié la circunferencia. Llamé a la puerta del señor Pike y juntos fuimos al árbol. Hurgó en las fisuras de la corteza y en la tierra en torno de la base.
—No lo puedo creer —dijo.
Cuando yo era chico en este pueblo, los veranos eran tórridos y los bosques hacia el norte y el este se secaban hasta el punto que la maleza, incapaz de competir por la humedad de la tierra con los árboles de hojas caducas, se volvía parda y quebradiza. Los matorrales se volvían frágiles como la paja, y el verano que cumplí los dieciséis el bosque se incendió. Las llamas en su avance rugían día y noche como un escuadrón de aviones a hélice. Las familias se reunieron en la calle para planificar la evacuación, trazar rutas de escape bajo un cielo nocturno que a pesar de que estábamos a quince kilómetros del fuego brillaba con un resplandor anaranjado. Mi padre se comunicaba por radio con el frente de combate al incendio.
Prometió que pasaría la noche en vela y avisaría a los vecinos si cambiaba la dirección del viento o si el fuego viraba por cualquier motivo hacia el pueblo. Esa noche el viento conservó su dirección y para el amanecer se había abierto un cortafuego del ancho de una calle. Al día siguiente mi padre me llevó a verlo, una banda de tierra arrasada como si la hubiera barrido una navaja. Habían derribado los árboles y cortado la maleza con una guadaña. Desde el borde de la tierra arrasada, de espaldas al pueblo, contemplamos el fuego. Luego subimos al Plymouth de mi padre y nos acercamos hasta donde nos permitieron. Nos dijeron que un bombero se había asfixiado cuando el cono de fuego, en un giro brusco, había succionado todo el oxígeno del aire. Mi padre me explicó que el fuego respiraba como si fuera un hombre. Bajamos del auto. El calor nos rizó el vello de los brazos y nos blanqueó las pestañas.
Mi padre era farmacéutico y me había llevado a ver el fuego por curiosidad. Le interesaba todo lo que tuviera que ver con la ciencia. Conservaba tablas de las mareas y coleccionaba los detalles de la naturaleza —mariposas diurnas y nocturnas, semillas, flores silvestres— en cajas con tapa de vidrio que colocaba contra las paredes del sótano. Un verano me enseñó las constelaciones del hemisferio boreal. Salíamos de noche y a medida de que pasaba el verano me enseñaba a buscar a Perseo y el Boyero y Andrómeda, cómo las estrellas más brillantes iluminaban a Lira y el Águila, cómo, mientras las constelaciones avanzan con las estaciones,
Ese día, contemplando el incendio, me pareció que las llamas eran potentes y estrepitosas como el mar, y esa noche, de vuelta en casa, salí al patio y subí al olmo para ver cómo se consumía el bosque. Me habían prohibido subir al olmo porque las ramas inferiores estaban lejos de mi alcance y porque, según mi padre, cualquiera que tuviera la suerte de llegar hasta ellas casi con seguridad caería al bajar. Igual, yo sabía treparlo. Lo había hecho antes, cuando mis padres no estaban en casa.
No había llegado hasta las ramas inferiores, pero conocía los nudos y asideros mediante los cuales, con fuerza y equilibrio, podía trepar hasta un paso de ellas. Sin embargo, para ello se requería dar un salto que, por miedo, jamás había intentado. Uno debía cobrar fuerzas y saltar, impulsado por pies y manos asidos a las pequeñas protuberancias de la corteza. El riesgo era enorme. Para mí, dar ese salto era tan concebible como arrojarme de cabeza al mar desde lo alto de un acantilado. Era bastante osado en mi juventud, como lo fui luego en la madurez, pero en todas mis aventuras había un elemento de previsibilidad, de desenlace asegurado. En Etiopía he fotografiado a una leona con sus cachorros y en
Con todo, esa noche di el salto a las ramas inferiores del olmo. Mis padres estaban en la casa, y yo subí por el árbol, me abrí paso entre las hojas hasta alcanzar la rama más alta y contemplar un mundo que desde dos lados estaba enteramente teñido de naranja y rojo por las llamas. Más tarde bajé del árbol y me fui a la cama, pero esa noche cambió la dirección del viento. Mi padre nos despertó y nos reunimos en la calle con todas las familias de la cuadra. Cada uno llevaba los tesoros de su vida envueltos en mantas. Una mujer tenía puesto su tapado de piel a pesar de que el aire estaba impregnado de cenizas y era tibio como el de la tarde. Mi padre les habló desde el capote de un auto. Había escuchado por la radio que el incendio había atravesado el cortafuego, que una casa en las afueras del pueblo ya estaba en llamas y que, como era fácil de comprobar, el viento era fuerte y soplaba del este.
Dijo a las familias que terminaran de cargar sus autos y se fueran lo antes posible. Aunque el incendio estaba del otro lado del pueblo, dijo, el aire ya se impregnaba de humo que dificultaría la respiración. Saltó del auto y entramos a casa a empacar. Teníamos una radio RCA en la sala y un juego de loza suiza en el aparador de mi madre, pero mi padre llenó una caja con
—Es mi casa —dijo.
—No hay tiempo —dijo mi padre.
—Es mi casa, el hogar de mis hijos. No me voy.
Mi padre la miró en silencio. “Espera aquí”, dijo, la tomó de un brazo y entraron. Esperé en los escalones del porche y unos minutos después, cuando salió de la casa, mi padre estaba solo, así como al alejarnos hacia el oeste para pasar la noche durmiendo en catres del ejército en el gimnasio de la escuela del pueblo cercano, rodeados por nuestros vecinos, estábamos solos. Mi madre se había negado a partir.
Esto no tuvo consecuencias graves. Esa noche calló el viento y se extinguieron las llamas de la casa incendiada; al día siguiente una lluvia torrencial apagó el incendio. Todos volvieron a sus casas, las barrieron y formaron montículos de cenizas negras en la calle. Sólo menciono este incidente porque creo que pone de manifiesto una de mis deficiencias: no heredé la obstinación moral de mi madre. A pesar de mi edad, cuando llego a pie a una intersección donde el semáforo está rojo pero no hay autos a la vista, me embarga el desconcierto: Mis decisiones jamás obedecen a esa certeza que esperaba adquirir en los años de madurez. Con todo, cuando el señor Pike llamó a mi puerta me mostré intransigente y enfadado. El olmo era viejo y hermoso: no podíamos dejar que muriera.
Pues bien, estaba a salvo. Lo examiné a la mañana, al mediodía, al atardecer, a la noche con una linterna. La corteza estaba limpia. Pude dormir.
A la mañana siguiente, el señor Pike llamó a mi puerta.
—Buen día, vecino —dije.
—Volvieron.
—Imposible.
—Pero cierto. Venga —dijo, y se acercó al árbol. Señaló la rama más baja. —Probablemente, usted no los ve. Pero yo sí. Ahí están, hay toda una hilera.
—Es imposible.
—Le digo que están ahí. Vea —dijo—, no quiero ser antipático, pero seré franco.
Esa noche dejó una esquela en mi buzón. Decía que había advertido a las autoridades y que éstas me obligarían a talar el árbol si no lo hacía por propia voluntad. La leí en la cocina. Vera había cocinado pollo a la india antes de partir hacia el Camino de los Apalaches y en la mesada había un frasco de harina y especias con las que había condimentado las presas. Releí la esquela del señor Pike. Del armario tomé un cuchillo de pesca y una linterna, vacié el frasco y provisto de estos elementos salí a la calle y me acerqué al olmo. La calle estaba desierta. Hice mis cálculos y con el cuchillo abrí una incisión en la corteza. Nada. Sin embargo, bastaron un par de tajos más para que diera en el blanco y del árbol empezaran a manar insectos. Un torrente de diminutos bichos rojos brotó del tajo. Apoyé la punta del dedo y al instante me cubrieron la mano y empezaron a subir por mi brazo. Me apresuré a sacudirlos. Abrí el frasco, apoyé la punta del cuchillo e hice un puente desde la incisión. Cubrieron la hoja y empezaron a caer al frasco como un chorrito de agua. Al cabo de unos minutos aparté el cuchillo, cerré el frasco y volví a la casa.
Sentía algún remordimiento porque el señor Pike es mi vecino. Sin embargo, mi intención no era matar los olmos sino salvarlos. Aunque estuvieran infestados, los árboles del señor Pike tenían muchas probabilidades de sobrevivir, y él desistiría de talar el mío. Así es la naturaleza del mundo. En la oscuridad de la casa, embargado por sentimientos de culpa y virtud, con el corazón arrítmico por la tensión, subí a mi cuarto a prepararme. Me puse camisa y pantalones negros. Me pinté las mejillas, el cuello, el dorso de las manos y las muñecas con pomada para calzado. Me cubrí las canas con una gorra negra. Entonces bajé. Tomé el frasco y la linterna y salí a la noche.
Me encantan los gestos —por ejemplo, nunca dejo de hacer una reverencia a la mujer con la que bailo cuando termina la pieza—, pero uno de los dones que he adquirido con los años es el de darme cuenta cuando estoy por cometer una tontería. Al introducirme en la caverna umbría detrás del rododendro de nuestro patio lateral y detenerme a tomar aliento, mi voz interior me dijo que era más conveniente volver a casa e irme a la cama. Pero resolví llevar a cabo mi plan. A la sombra del rododendro, mientras esperaba el momento de pasar al patio trasero de mi vecino, pensé en Aníbal y Napoleón y MacArthur. Probé la linterna y agité el frasco, que hizo un ruido suave como de granos de arroz al entrechocarse. La luz estaba encendida en la sala de los Pike, pero el callejón entre nuestras casas estaba oscuro. Lo crucé.
El patio de los Pike es grande, más amplio que el nuestro, con dos pendientes a lo largo, de manera que el prado parecía una bandera oscura cuyos pliegues se extendían hacia los tres olmos. Desde el final del camino de entrada, donde comenzaba el césped, contemplé los tres árboles jóvenes perfilados por la luz de las casas. Qué extraños, pensé, son los giros de la vida. Entonces me puse en cuatro patas y eché a andar hacia el fondo del jardín de los Pike, a lo largo de la cerca que lo separa del nuestro. El gateo no ha sido frecuente en mi vida. Con Vera hemos explorado las cavernas de piedra caliza del sur de Minnesota, pero allí el gateo era obligado, y al avanzar por el canal húmedo y estrecho hacia el corazón de la roca, sentía que mis rodillas y codos estaban imbuidos de una misteriosa elegancia. El canal era espantosamente estrecho, mi vida dependía de la fortaleza de mis miembros. Ahora, en el patio de los Pike, sentía las rodillas desgarradas por la artritis. Gateé a lo largo del camino hacia los jóvenes olmos junto a la cerca trasera.
El césped estaba mojado y la humedad atravesaba mi pantalón. Cruzaba el espacio abierto con la mayor rapidez de que era capaz, el frasco lleno de insectos en una mano y la linterna en el bolsillo, cuando mi palma tocó cemento. Me detuve a mirar. A la luz pálida me encontré con algo parecido a la escotilla de un submarino. Redonda, del tamaño de una boca de acceso, marcada con una cruz fosforescente... ay, señor Pike, jamás pensé que lo haría. Dejé el frasco, busqué la manija en la oscuridad y al encontrarla tomé aliento y traté de hacerla girar. Estaba seguro de que no cedería, pero lo hizo, giró una, dos veces y se alzó como la tapa de una botella. Tiré de la escotilla, que se abrió fácilmente. Tomé los insectos, tanteé con los pies hasta encontrar la escalera y bajé.
No había renunciado a mi plan de infestar sus árboles, pero parece que un crimen siempre conduce a otro. Era consciente de que cometía una estupidez, que aumentaban los riesgos de que me sorprendieran, pero al bajar la escalera hacia el interior del refugio antiaéreo del señor Pike me era casi imposible distinguir el miedo de la euforia. Era un cuarto redondo, con techo y piso de hormigón y contra la pared había una estantería metálica cargada de alimentos enlatados. En uno de los estantes había un diccionario y varias revistas. Ay, señor Pike. Pensé en sus olmos, en las raíces y su avance ciego, incesante a través de la tierra; pensé en sus casas dentro de diez años, las cañerías rotas y el agua acumulada en los cielos rasos. Qué caso perdido, pensé en ese momento; qué ser tan mezquino y miedoso.
Hacía unos minutos que pensaba en eso cuando escuché el ruido de una puerta en la casa. Subí la escalera y me asomé por la escotilla. Kurt y el señor Pike habían salido al porche. En ese momento bajaron los escalones, cruzaron el césped y se detuvieron cerca de donde me encontraba. Vi la esfera luminosa del reloj en la muñeca del señor Pike. Agaché la cabeza. Estaban callados y me pregunté qué haría el señor Pike si me sorprendía en su refugio antiaéreo. Era un hombre robusto, como he dicho, pero no me parecía violento. Una tarde había visto a Kurt salir de la casa, dar un portazo, correr al jardín y arrojar un objeto —creo que era un cenicero— a través de la ventana delantera. Huyó después de romper el vidrio y el señor Pike no tardó en aparecer. Digo que no es un hombre violento porque en ese momento vi algo que trascendía el enfado, acaso un cierto fatalismo, en su actitud al volver a entrar esa tarde y barrer los fragmentos de vidrio con una escoba. Lo miré a través de la ventana delantera rota de la casa.
El problema era cómo explicarle ese frasco de insectos enloquecidos que tenía en la mano. Tal vez en ese momento hubiera podido correr, aprovechar que estaban de espaldas a mí para alzarme y salir del refugio de un salto, cruzar el camino y la calle sin que me reconocieran. Pero debía pensar en mi corazón, claro. Descendí nuevamente. Al hacerlo y pensar en la forma de ocultar los insectos, escuché la voz del señor Pike. Volví a subir. El señor Pike señalaba algo con el dedo y Kurt miraba. Entonces caí en la cuenta de que señalaba las constelaciones, pero no las conocía e inventaba sus nombres sobre la marcha. No había risa en su voz. Era directa, científica, mentía al hijo sobre sus conocimientos. “Éstas —decía—, éstas son
Al poco tiempo dejó de hablar y después volvieron a cruzar el patio para entrar en la casa. La luz de la cocina se encendió y se apagó. Salí de mi escondite.
Consideré la posibilidad de seguir adelante con mi misión, pero el aire estaba sereno, era una noche perfecta, de paz total, y pensé que habían interrumpido mi plan. El frasco que llevaba en la mano era enorme, peligroso. Volví a gatear entre las sombras de la hiedra y el rododendro junto a la cerca hasta llegar al camino entre las dos casas. Una ventana lateral de los Pike estaba iluminada. Me detuve en un punto donde el ángulo visual me permitía ver un pasillo, una puerta abierta y el interior de la sala. Sentados en un sofá marrón contra la pared opuesta, Kurt y el señor Pike miraban televisión. Me acerqué a la ventana para espiar. Era una tontería porque cualquier vecino, cualquier hombre que saliera a pasear su perro esa noche, me hubiera tomado por un ladrón vestido de negro, pero me quedé a mirar. La luz interior estaba encendida, a mi alrededor reinaba la oscuridad y sabía que podía espiar sin que me vieran. El señor Pike había posado la mano sobre el hombro de Kurt. Cada tanto, cuando lo visto en la pantalla los hacía reír, alzaba la mano para revolverle el pelo, y bruscamente me embargó la misma sensación que al cruzar el río Misisipí. Cuando volvió a mesar el pelo de Kurt, salí de las sombras y volví a mi casa.
Quería correr o patear un balón o vociferar un soliloquio a la noche. Hubiera saltado sobre el techo de un auto para convocar a los Pike, al muchacho de los periódicos, a todos los vecinos. Hubiera hablado sobre el laboratorio de un profesor de biología, las hileras de frascos con muestras. ¿Cómo no sentir esperanzas? El embrión humano de tres semanas tiene branquias en el cuello, como un pez; el de seis, tiene los dedos obtusos unidos por membranas de anfibio. Milagros. Esto sucede en todos los ámbitos de la naturaleza. Cada gestación repite quinientos millones de evolución: pájaros que dentro del huevo parecen peces que al salir se parecen a sus antepasados invertebrados, semejantes a hojas. ¡El estudio de la vida! Cualquiera que hubiese contemplado la división de una célula pudo inventar la religión.
Me senté en los escalones a contemplar el olmo. Después de un rato me paré y entré. Me quité la pomada de la cara con aguarrás y subí. Me fui a la cama. Permanecí allí durante una hora o dos, insomne, acalorado, la mente hecha un torbellino, hasta que por fin desistí y fui a la ventana. Había colocado el frasco en la repisa, y los insectos estaban dormidos o muertos. Abrí la ventana y volqué el frasco sobre el jardín, y en ese momento, al contemplar esa cascada brillante en la noche, decidí pedirle a Vera que me diera un hijo. Sabía que era imposible, pero estudié la idea durante unos minutos. Frente a la ventana, evoqué a Vera, siempre joven, de borceguíes y pantaloncillos, la camisa de frisa empapada de sudor, recogiendo agua para beber de un arroyo en los Apalaches. ¿Qué teníamos, ella y yo? Era una noche serena, oscura. En lo alto parpadeaba
Traté de dormir. Estuve tendido en la cama unos minutos, abandoné el intento y bajé. Comí unas galletas. Bebí dos copas de whisky. Me senté en la ventana a contemplar el patio delantero. Entonces me paré y salí y miré las estrellas, traté de contemplar su belleza y su misterio. Pensé en millones de toneladas de gases al explotar, hidrógeno y helio, gigantes rojas, supernovas. En algunos lugares eran densas como nubes. Pensé en magnesio y siliconas e hierro. Traté de contemplarlas fuera del orden de las constelaciones, pero era como tratar de mirar una palabra sin leerla, y parado ahí en la noche no podía desenredar las formas. Habían aparecido algunas nubes que ocultaban Auriga y Tauro. Cuando se extendían y empezaban a refractar la luz de
—Quiero pedirte un favor —dije.
—¿Señor?
—Soy un viejo y quiero pedirte que me hagas un favor. Deja la bicicleta —dije—. Deja la bicicleta y mira las estrellas.