miércoles, 30 de septiembre de 2009

El emperador del aire - Ethan Canin

La vaca vuelve con unos de sus cuentos favoritos

Permítanme presentarme. Tengo sesenta y nueve años, vivo en la casa en la que crecí y he sido profesor de biología y astronomía en el colegio secundario del pueblo durante tantos años que he dado clases al nie­to de uno de mis alumnos. Uso el reloj pulsera de mi padre, que me dice que son las cuatro y media pasadas de la mañana, y aunque antes no lo creía así, ahora pienso que la esperanza es la esencia de los hombres buenos.

Mi esposa Vera y yo no tenemos hijos. Esto nos ha permitido hacer muchas cosas en la vida: nos hemos parado sobre la Gran Muralla china, recorrido la Pi­rámide de Keops y tomado el Sol de medianoche en Laponia. Vera, que tiene casi la misma edad que yo, se ha ido al Camino de los Apalaches. Partió hace dos semanas, y calcula que pasará una más, con un grupo de hombres y mujeres a quienes duplica en edad para recorrer a pie una senda que atraviesa tres estados.

Ten­go la impresión de que el tiempo ha pasado por alto a mi esposa. Patina sobre el hielo, hace arduas camina­tas y se baña desnuda en lagos de montaña. Lo hace sin mí, porque mi vida ha sufrido una reducción de velocidad. El otoño pasado, cuando pasaba la corta­dora de césped por nuestro jardín, sentí una opresión en el pecho y una punzada de dolor en el hombro, y pasé una semana en un cuarto compartido de hospi­tal. Ataque cardíaco. Infarto de miocardio, leve. Ya no corro para alcanzar el tren y en el bolsillo de la camisa llevo un frasquito de píldoras de nitrogliceri­na. Cuando hago cola en el supermercado o quedo atrapado en un atasco del tránsito, me repito que la impaciencia no es un buen motivo para morir, y la semana pasada, cuando vi desde la ventana a mi veci­no, el señor Pike, cruzar el patio hacia mi puerta de calle con una sierra en la mano, me dije que era un hombre condenado y sin esperanzas.

Unos días antes había descubierto los insectos en mi olmo, la hilera roja que subía desde el suelo por el gran tronco hasta desaparecer en las ramas inferiores. Examiné uno bajo la lupa: vi su lustroso cuerpo segmentado; su tórax rojo, alargado como una gota de líquido; sus patitas rojas, finas y articuladas, tre­pando por las fisuras de la corteza. La mañana que los descubrí, el señor Pikc vino de su casa y subió a mi porche.

—Su olmo está infestado —dijo.

—Lo sé —respondí—. Pase, por favor.

—Lo lamento mucho, pero seré sincero. Hay otros árboles en esta cuadra. Tengo que cuidar mis tres olmos.

El señor Pike es un constructor, un hombre ro­busto, desagradable, con quien he hablado muy poco. Lo había visto en las competencias deportivas intercolegiales, pero siempre con un aire criticón en la pose de la mandíbula, como dando a entender que sólo le interesaban los errores de los atletas. Es menu­do, con brazos y cuello gruesos y un hijo llamado Kurt en cuyos gritos belicosos ya empiezo a escuchar la voz gruesa de su padre.

El señor Pike es dueño o so­cio de una empresa constructora que levantó un ba­rrio de casas prefabricadas en las afueras del pueblo, en un lote que, recuerdo, el fuego arrasó cuando yo era joven. Una vez el fontanero que reparaba las ca­ñerías en el sótano de mi casa me dijo que el señor Pike era un artesano mediocre, un hombre que prefe­ría el ahorro a la calidad. El fontanero, un hombre de mi edad que guardaba sus herramientas en un cofre de madera, meneó la cabeza al observar que el señor Pike había instalado cañería de plástico en esas casas. “Durarán diez años —dijo—. Después se romperán las costuras, y el agua se va a infiltrar en las paredes y los cielorasos.“ Yo había tenido escaso contacto con el señor Pike hasta que me dijo que quería derribar mi olmo para proteger los tres arbolitos en su patio. Mi casa está separada de la suya por una tapia alta de ro­dodendros cubiertos de hiedra; a diferencia de la ma­yoría de los vecinos, no podemos espiar nuestras res­pectivas vidas privadas. En la calle nos limitábamos a comentar los resultados del fútbol o la lluvia intermi­nable, y yo no pisaba su propiedad desde ese día, poco después de su mudanza, en que fui a presentarme y él me mostró el lugar entre las ondulaciones del jardín trasero donde pensaba excavar un refugio antiaéreo.

La semana pasada subió a mi porche con su sierra.

—Tengo olmos jóvenes —dijo—. No puedo per­mitir que los infesten.

—Mi árbol tiene más de doscientos años.

—Lo lamento mucho —dijo mientras alzaba la sierra—, pero debo ser sincero. Sólo quiero que sepa que lo mandaré cortar apenas usted lo autorice.

Esa semana me costó mucho dormir. Leía a Dickens en la cama, sorbía leche tibia, pero era inútil. El olmo agonizaba. Vera estaba de viaje y yo en la cama pensaba en los insectos, en las mandíbulas dimi­nutas que roían la madera en el corazón del árbol. Terminaba el verano, las noches aún eran cálidas y a veces salía en pijama para contemplar el cielo. Como dije antes, soy profesor de astronomía, y aunque a veces trato de mirar las estrellas como si fueran gotas de leche o perlas, mi ojo las ve de acuerdo con las ta­blas astronómicas. Parado junto al olmo, alcé la vista a la Osa Menor y la Lira, el Cisne y la Corona Boreal. Volví a la casa, leí, pelé una naranja. Me senté junto a la ventana y pensé en los insectos y cada mañana a las cinco un muchacho que había asistido a mis clases de astronomía pasaba en bicicleta, silbando el himno na­cional, y arrojaba el periódico sobre mi porche.

A veces alcanzaba a escucharlos, royendo el cora­zón de mi magnífico olmo.

Cuando vi los insectos por primera vez, al día si­guiente llamé al vivero de árboles. Un hombre los describió, con sus cuerpos como gotas y sus patas como alambres; identificó el género y la especie.

—¿Matarán el árbol?

—Pueden hacerlo.

—Pero hay venenos, ¿no?

—En este caso, me parece que no —dijo, y añadió que cuando aparecían sobre la corteza, el árbol estaba demasiado infestado para ensayar un pesticida—. Los mataríamos, pero también mataríamos el árbol.

—¿Quiere decir que el árbol está condenado?

—Tal vez no —dijo—. Depende de la colonia de insectos. A veces invaden un árbol pero no lo matan, ni siquiera lo debilitan. Comen la madera, pero a ve­ces lo hacen tan lentamente que el árbol tiene tiempo para reemplazarla.

Se lo dije al señor Pike cuando vino a verme al día siguiente.

—Me pide que mate un árbol de doscientos cin­cuenta años que de otro modo no moriría hasta den­tro de mucho tiempo.

—Ese árbol tiene más de veinticinco metros de al­tura —dijo.

—¿Y qué?

—Está a diecisiete metros de mi casa.

—Señor Pike, ese árbol es anterior a la guerra de la independencia.

—No quiero ser antipático —dijo—, pero una tor­menta podría derribar nueve metros de tronco sobre la pared de mi casa.

—¿Cuánto hace que vive en esa casa?

Me miró, se mondó un diente: —Usted lo sabe.

—Cuatro años —dije—. Yo vivía aquí cuando un zar reinaba en Rusia. El grosor de un olmo en edad de crecimiento aumenta a razón de seis milímetros por año. Ese tronco tiene un diámetro de ciento veinte centímetros. Falta mucho para que empiece a rayar la pintura de su casa o la mía.

—Está enfermo —dijo—. El árbol está enfermo. Podría caer.

—Podría —respondí—. Podría caer.

—Es muy probable que caiga.

Nos miramos por un instante. Apartó los ojos y su mano derecha ajustó algo en su reloj. Miré su muñeca. El reloj tenía un aro de metal brillante; las horas, los minutos y los segundos parpadeaban sobre la cara.

Al día siguiente volvió a mi porche.

—Podemos plantar otro. Después de talar el olmo podemos plantar uno nuevo.

—¿ Sabe cuánto tiempo se necesita para que alcance ese tamaño?

—Puede comprar un árbol crecido. Lo traerían en un camión para plantarlo.

—Un árbol crecido necesitaría un siglo para alcan­zar la altura de ese olmo. Un siglo, ¿ se da cuenta?

Me miró. Se encogió de hombros, giró y bajó los escalones. Me senté frente a la puerta abierta. Un si­glo. ¿Qué quedaría en la Tierra dentro de un siglo? No creo ser un hombre sentimental, jamás lloro en el teatro ni en el cine, pero ciertos momentos me con­mueven, y la mención de un siglo es uno de ellos. Hay otros. En un atardecer de otoño, al contemplar a las parejas y las familias que avanzan por los senderos que convergen en la sala de conciertos, me embarga un anhelo que no termino de comprender. En mis cla­ses he explicado cómo la hidra primitiva, por razones que jamás podría comprender, se ve atraída hacia la superficie diáfana del agua, y la vista de mil seres hu­manos que se congregan en una sala para escuchar los cuartetos de Beethoven me conmueve tanto como el nacimiento o la muerte. Siento lo mismo durante el cruce en auto de un tramo volado sobre el Misisipí, la madre de los ríos. Estos momentos me conmueven profundamente y ese día, mientras el señor Pike se alejaba por la senda, se detenía junto al olmo y volvía a su casa, toda mi vida se desplegó ante mis ojos.

Una vez que entró en su casa, fui al olmo y estudié los insectos que salían de un agujero en la tierra y desaparecían entre las ramas más bajas, por encima de mi cabeza. Formaban una columna gruesa, incesante. Fui a la casa, busqué el periódico del día anterior, lo enrollé y salí. Azoté el tronco hasta desbaratar la co­lumna. Lo azoté hasta que el periódico se mojó y se redujo a jirones; con las uñas aplasté a los rezagados en las fisuras de la corteza. Pisoteé la tierra de donde salían, hundí la puntera del zapato en sus túneles sub­terráneos. Cuando mi respiración se volvió agitada, me detuve y me senté en el suelo. Cerré los ojos hasta que se me sosegó el pulso en el cuello. Me embargó una sensación serena de triunfo, de que finalmente los ha­bía dominado. Después de un rato volví a mirar el tronco: la columna se había reconstituido.

Esa tarde preparé un insecticida potente, lo llevé al árbol y unté todo el tronco. El señor Pike salió a observarme desde su porche. Bajó los escalones hasta la acera, hizo a mis espaldas unos ruidos que parecían risitas.

—El insecticida no sirve —dijo.

Pero al atardecer, cuando salí, los insectos habían desaparecido. El tronco estaba limpio. Con un dedo acaricié la circunferencia. Llamé a la puerta del señor Pike y juntos fuimos al árbol. Hurgó en las fisuras de la corteza y en la tierra en torno de la base.

—No lo puedo creer —dijo.

Cuando yo era chico en este pueblo, los veranos eran tórridos y los bosques hacia el norte y el este se secaban hasta el punto que la maleza, incapaz de com­petir por la humedad de la tierra con los árboles de hojas caducas, se volvía parda y quebradiza. Los ma­torrales se volvían frágiles como la paja, y el verano que cumplí los dieciséis el bosque se incendió. Las lla­mas en su avance rugían día y noche como un escua­drón de aviones a hélice. Las familias se reunieron en la calle para planificar la evacuación, trazar rutas de escape bajo un cielo nocturno que a pesar de que está­bamos a quince kilómetros del fuego brillaba con un resplandor anaranjado. Mi padre se comunicaba por radio con el frente de combate al incendio.

Prometió que pasaría la noche en vela y avisaría a los vecinos si cambiaba la dirección del viento o si el fuego viraba por cualquier motivo hacia el pueblo. Esa noche el viento conservó su dirección y para el amanecer se había abierto un cortafuego del ancho de una calle. Al día siguiente mi padre me llevó a verlo, una banda de tierra arrasada como si la hubiera barrido una navaja. Habían derribado los árboles y cortado la maleza con una guadaña. Desde el borde de la tierra arrasada, de espaldas al pueblo, contemplamos el fuego. Luego subimos al Plymouth de mi padre y nos acercamos hasta donde nos permitieron. Nos dijeron que un bombero se había asfixiado cuando el cono de fuego, en un giro brusco, había succionado todo el oxígeno del aire. Mi padre me explicó que el fuego respiraba como si fuera un hombre. Bajamos del auto. El calor nos rizó el vello de los brazos y nos blanqueó las pestañas.

Mi padre era farmacéutico y me había llevado a ver el fuego por curiosidad. Le interesaba todo lo que tuviera que ver con la ciencia. Conservaba tablas de las mareas y coleccionaba los detalles de la naturaleza —mariposas diurnas y nocturnas, semillas, flores sil­vestres— en cajas con tapa de vidrio que colocaba contra las paredes del sótano. Un verano me enseñó las constelaciones del hemisferio boreal. Salíamos de noche y a medida de que pasaba el verano me enseñaba a buscar a Perseo y el Boyero y Andrómeda, cómo las estrellas más brillantes iluminaban a Lira y el Águila, cómo, mientras las constelaciones avanzan con las es­taciones, la Estrella Polar permanece casi fija y por eso es el punto de referencia celeste de la navegación marina. Me enseñó el cielo nocturno y ahora sé que es un conocimiento valioso. Más adelante, en mis clases de astronomía, pocos alumnos se interesaban por las siliconas o el hierro en el Sol, pero cuando hablaba de Cefeo o Lacerta, callaban y me escuchaban atentamen­te. Cuando voy a una fiesta, nunca falta algún esposo bebedor que saldrá afuera conmigo y sorberá su coñac mientras yo señalo las estrellas y digo sus nombres.

Ese día, contemplando el incendio, me pareció que las llamas eran potentes y estrepitosas como el mar, y esa noche, de vuelta en casa, salí al patio y subí al olmo para ver cómo se consumía el bosque. Me habían pro­hibido subir al olmo porque las ramas inferiores esta­ban lejos de mi alcance y porque, según mi padre, cualquiera que tuviera la suerte de llegar hasta ellas casi con seguridad caería al bajar. Igual, yo sabía tre­parlo. Lo había hecho antes, cuando mis padres no estaban en casa.

No había llegado hasta las ramas in­feriores, pero conocía los nudos y asideros mediante los cuales, con fuerza y equilibrio, podía trepar hasta un paso de ellas. Sin embargo, para ello se requería dar un salto que, por miedo, jamás había intentado. Uno debía cobrar fuerzas y saltar, impulsado por pies y manos asidos a las pequeñas protuberancias de la corteza. El riesgo era enorme. Para mí, dar ese salto era tan concebible como arrojarme de cabeza al mar desde lo alto de un acantilado. Era bastante osado en mi juventud, como lo fui luego en la madurez, pero en todas mis aventuras había un elemento de previsibilidad, de desenlace asegurado. En Etiopía he fotografiado a una leona con sus cachorros y en la Gran Barrera de Coral he buceado entre las barracudas y las rescazas, pero sin sentir miedo. En mi vida he hecho pocas cosas que me hicieran sentir miedo.

Con todo, esa noche di el salto a las ramas inferio­res del olmo. Mis padres estaban en la casa, y yo subí por el árbol, me abrí paso entre las hojas hasta alcan­zar la rama más alta y contemplar un mundo que des­de dos lados estaba enteramente teñido de naranja y rojo por las llamas. Más tarde bajé del árbol y me fui a la cama, pero esa noche cambió la dirección del vien­to. Mi padre nos despertó y nos reunimos en la calle con todas las familias de la cuadra. Cada uno llevaba los tesoros de su vida envueltos en mantas. Una mu­jer tenía puesto su tapado de piel a pesar de que el aire estaba impregnado de cenizas y era tibio como el de la tarde. Mi padre les habló desde el capote de un auto. Había escuchado por la radio que el incendio había atravesado el cortafuego, que una casa en las afueras del pueblo ya estaba en llamas y que, como era fácil de comprobar, el viento era fuerte y soplaba del este.

Dijo a las familias que terminaran de cargar sus autos y se fueran lo antes posible. Aunque el incendio esta­ba del otro lado del pueblo, dijo, el aire ya se impreg­naba de humo que dificultaría la respiración. Saltó del auto y entramos a casa a empacar. Teníamos una radio RCA en la sala y un juego de loza suiza en el aparador de mi madre, pero mi padre llenó una caja con la En­ciclopedia Británica y trajo del sótano las pesadas vi­trinas con sus muestras de todas las especies de mari­posas norteamericanas. Llevamos todo al Plymouth. Cuando volvimos, mi madre estaba en la puerta.

—Es mi casa —dijo.

—No hay tiempo —dijo mi padre.

—Es mi casa, el hogar de mis hijos. No me voy.

Mi padre la miró en silencio. “Espera aquí”, dijo, la tomó de un brazo y entraron. Esperé en los esca­lones del porche y unos minutos después, cuando salió de la casa, mi padre estaba solo, así como al alejarnos hacia el oeste para pasar la noche durmien­do en catres del ejército en el gimnasio de la escuela del pueblo cercano, rodeados por nuestros vecinos, estábamos solos. Mi madre se había negado a partir.

Esto no tuvo consecuencias graves. Esa noche calló el viento y se extinguieron las llamas de la casa incen­diada; al día siguiente una lluvia torrencial apagó el incendio. Todos volvieron a sus casas, las barrieron y formaron montículos de cenizas negras en la calle. Sólo menciono este incidente porque creo que pone de manifiesto una de mis deficiencias: no heredé la obs­tinación moral de mi madre. A pesar de mi edad, cuan­do llego a pie a una intersección donde el semáforo está rojo pero no hay autos a la vista, me embarga el desconcierto: Mis decisiones jamás obedecen a esa certeza que esperaba adquirir en los años de madurez. Con todo, cuando el señor Pike llamó a mi puerta me mostré intransigente y enfadado. El olmo era viejo y hermoso: no podíamos dejar que muriera.

Pues bien, estaba a salvo. Lo examiné a la mañana, al mediodía, al atardecer, a la noche con una linterna. La corteza estaba limpia. Pude dormir.

A la mañana siguiente, el señor Pike llamó a mi puerta.

—Buen día, vecino —dije.

—Volvieron.

—Imposible.

—Pero cierto. Venga —dijo, y se acercó al árbol. Señaló la rama más baja. —Probablemente, usted no los ve. Pero yo sí. Ahí están, hay toda una hilera.

—Es imposible.

—Le digo que están ahí. Vea —dijo—, no quiero ser antipático, pero seré franco.

Esa noche dejó una esquela en mi buzón. Decía que había advertido a las autoridades y que éstas me obligarían a talar el árbol si no lo hacía por propia voluntad. La leí en la cocina. Vera había cocinado po­llo a la india antes de partir hacia el Camino de los Apalaches y en la mesada había un frasco de harina y especias con las que había condimentado las presas. Releí la esquela del señor Pike. Del armario tomé un cuchillo de pesca y una linterna, vacié el frasco y pro­visto de estos elementos salí a la calle y me acerqué al olmo. La calle estaba desierta. Hice mis cálculos y con el cuchillo abrí una incisión en la corteza. Nada. Sin embargo, bastaron un par de tajos más para que diera en el blanco y del árbol empezaran a manar insectos. Un torrente de diminutos bichos rojos brotó del tajo. Apoyé la punta del dedo y al instante me cubrieron la mano y empezaron a subir por mi brazo. Me apresuré a sacudirlos. Abrí el frasco, apoyé la punta del cuchi­llo e hice un puente desde la incisión. Cubrieron la hoja y empezaron a caer al frasco como un chorrito de agua. Al cabo de unos minutos aparté el cuchillo, cerré el frasco y volví a la casa.

Sentía algún remordimiento porque el señor Pike es mi vecino. Sin embargo, mi intención no era matar los olmos sino salvarlos. Aunque estuvieran infesta­dos, los árboles del señor Pike tenían muchas proba­bilidades de sobrevivir, y él desistiría de talar el mío. Así es la naturaleza del mundo. En la oscuridad de la casa, embargado por sentimientos de culpa y virtud, con el corazón arrítmico por la tensión, subí a mi cuar­to a prepararme. Me puse camisa y pantalones negros. Me pinté las mejillas, el cuello, el dorso de las manos y las muñecas con pomada para calzado. Me cubrí las canas con una gorra negra. Entonces bajé. Tomé el frasco y la linterna y salí a la noche.

Me encantan los gestos —por ejemplo, nunca dejo de hacer una reverencia a la mujer con la que bailo cuando termina la pieza—, pero uno de los dones que he adquirido con los años es el de darme cuenta cuan­do estoy por cometer una tontería. Al introducirme en la caverna umbría detrás del rododendro de nues­tro patio lateral y detenerme a tomar aliento, mi voz interior me dijo que era más conveniente volver a casa e irme a la cama. Pero resolví llevar a cabo mi plan. A la sombra del rododendro, mientras esperaba el mo­mento de pasar al patio trasero de mi vecino, pensé en Aníbal y Napoleón y MacArthur. Probé la linterna y agité el frasco, que hizo un ruido suave como de gra­nos de arroz al entrechocarse. La luz estaba encendi­da en la sala de los Pike, pero el callejón entre nuestras casas estaba oscuro. Lo crucé.

El patio de los Pike es grande, más amplio que el nuestro, con dos pendientes a lo largo, de manera que el prado parecía una bandera oscura cuyos pliegues se extendían hacia los tres olmos. Desde el final del ca­mino de entrada, donde comenzaba el césped, con­templé los tres árboles jóvenes perfilados por la luz de las casas. Qué extraños, pensé, son los giros de la vida. Entonces me puse en cuatro patas y eché a andar hacia el fondo del jardín de los Pike, a lo largo de la cerca que lo separa del nuestro. El gateo no ha sido frecuente en mi vida. Con Vera hemos explorado las cavernas de piedra caliza del sur de Minnesota, pero allí el gateo era obligado, y al avanzar por el canal húmedo y estrecho hacia el corazón de la roca, sentía que mis rodillas y codos estaban imbuidos de una mis­teriosa elegancia. El canal era espantosamente estre­cho, mi vida dependía de la fortaleza de mis miem­bros. Ahora, en el patio de los Pike, sentía las rodillas desgarradas por la artritis. Gateé a lo largo del camino hacia los jóvenes olmos junto a la cerca trasera.

El cés­ped estaba mojado y la humedad atravesaba mi pan­talón. Cruzaba el espacio abierto con la mayor rapi­dez de que era capaz, el frasco lleno de insectos en una mano y la linterna en el bolsillo, cuando mi pal­ma tocó cemento. Me detuve a mirar. A la luz pálida me encontré con algo parecido a la escotilla de un sub­marino. Redonda, del tamaño de una boca de acceso, marcada con una cruz fosforescente... ay, señor Pike, jamás pensé que lo haría. Dejé el frasco, busqué la manija en la oscuridad y al encontrarla tomé aliento y traté de hacerla girar. Estaba seguro de que no cede­ría, pero lo hizo, giró una, dos veces y se alzó como la tapa de una botella. Tiré de la escotilla, que se abrió fácilmente. Tomé los insectos, tanteé con los pies has­ta encontrar la escalera y bajé.

No había renunciado a mi plan de infestar sus ár­boles, pero parece que un crimen siempre conduce a otro. Era consciente de que cometía una estupidez, que aumentaban los riesgos de que me sorprendieran, pero al bajar la escalera hacia el interior del refugio antiaéreo del señor Pike me era casi imposible distin­guir el miedo de la euforia. Era un cuarto redondo, con techo y piso de hormigón y contra la pared había una estantería metálica cargada de alimentos enlata­dos. En uno de los estantes había un diccionario y varias revistas. Ay, señor Pike. Pensé en sus olmos, en las raíces y su avance ciego, incesante a través de la tierra; pensé en sus casas dentro de diez años, las ca­ñerías rotas y el agua acumulada en los cielos rasos. Qué caso perdido, pensé en ese momento; qué ser tan mezquino y miedoso.

Hacía unos minutos que pensaba en eso cuando escuché el ruido de una puerta en la casa. Subí la esca­lera y me asomé por la escotilla. Kurt y el señor Pike habían salido al porche. En ese momento bajaron los escalones, cruzaron el césped y se detuvieron cerca de donde me encontraba. Vi la esfera luminosa del reloj en la muñeca del señor Pike. Agaché la cabeza. Esta­ban callados y me pregunté qué haría el señor Pike si me sorprendía en su refugio antiaéreo. Era un hom­bre robusto, como he dicho, pero no me parecía vio­lento. Una tarde había visto a Kurt salir de la casa, dar un portazo, correr al jardín y arrojar un objeto —creo que era un cenicero— a través de la ventana delantera. Huyó después de romper el vidrio y el señor Pike no tardó en aparecer. Digo que no es un hombre violen­to porque en ese momento vi algo que trascendía el enfado, acaso un cierto fatalismo, en su actitud al vol­ver a entrar esa tarde y barrer los fragmentos de vi­drio con una escoba. Lo miré a través de la ventana delantera rota de la casa.

El problema era cómo explicarle ese frasco de in­sectos enloquecidos que tenía en la mano. Tal vez en ese momento hubiera podido correr, aprovechar que estaban de espaldas a mí para alzarme y salir del refu­gio de un salto, cruzar el camino y la calle sin que me reconocieran. Pero debía pensar en mi corazón, claro. Descendí nuevamente. Al hacerlo y pensar en la for­ma de ocultar los insectos, escuché la voz del señor Pike. Volví a subir. El señor Pike señalaba algo con el dedo y Kurt miraba. Entonces caí en la cuenta de que señalaba las constelaciones, pero no las conocía e in­ventaba sus nombres sobre la marcha. No había risa en su voz. Era directa, científica, mentía al hijo sobre sus conocimientos. “Éstas —decía—, éstas son la Cola de la Sirena y hacia el sur ves los tres picos del Monte Olimpo y después la espada del Emperador del Aire.” Miré hacia donde apuntaba. En esa medianoche de fines del verano describía la cola brillante del Cisne y el cuello extendido de Pegaso.

Al poco tiempo dejó de hablar y después volvie­ron a cruzar el patio para entrar en la casa. La luz de la cocina se encendió y se apagó. Salí de mi escondite.

Consideré la posibilidad de seguir adelante con mi misión, pero el aire estaba sereno, era una noche per­fecta, de paz total, y pensé que habían interrumpido mi plan. El frasco que llevaba en la mano era enorme, peligroso. Volví a gatear entre las sombras de la hiedra y el rododendro junto a la cerca hasta llegar al camino entre las dos casas. Una ventana lateral de los Pike estaba iluminada. Me detuve en un punto donde el ángulo visual me permitía ver un pasillo, una puerta abierta y el interior de la sala. Sentados en un sofá marrón contra la pared opuesta, Kurt y el señor Pike miraban televisión. Me acerqué a la ventana para es­piar. Era una tontería porque cualquier vecino, cual­quier hombre que saliera a pasear su perro esa noche, me hubiera tomado por un ladrón vestido de negro, pero me quedé a mirar. La luz interior estaba encen­dida, a mi alrededor reinaba la oscuridad y sabía que podía espiar sin que me vieran. El señor Pike había posado la mano sobre el hombro de Kurt. Cada tan­to, cuando lo visto en la pantalla los hacía reír, alzaba la mano para revolverle el pelo, y bruscamente me embargó la misma sensación que al cruzar el río Misisipí. Cuando volvió a mesar el pelo de Kurt, salí de las sombras y volví a mi casa.

Quería correr o patear un balón o vociferar un so­liloquio a la noche. Hubiera saltado sobre el techo de un auto para convocar a los Pike, al muchacho de los periódicos, a todos los vecinos. Hubiera hablado so­bre el laboratorio de un profesor de biología, las hile­ras de frascos con muestras. ¿Cómo no sentir espe­ranzas? El embrión humano de tres semanas tiene branquias en el cuello, como un pez; el de seis, tiene los dedos obtusos unidos por membranas de anfibio. Milagros. Esto sucede en todos los ámbitos de la na­turaleza. Cada gestación repite quinientos millones de evolución: pájaros que dentro del huevo parecen peces que al salir se parecen a sus antepasados invertebrados, semejantes a hojas. ¡El estudio de la vida! Cualquiera que hubiese contemplado la división de una célula pudo inventar la religión.

Me senté en los escalones a contemplar el olmo. Después de un rato me paré y entré. Me quité la po­mada de la cara con aguarrás y subí. Me fui a la cama. Permanecí allí durante una hora o dos, insomne, aca­lorado, la mente hecha un torbellino, hasta que por fin desistí y fui a la ventana. Había colocado el frasco en la repisa, y los insectos estaban dormidos o muer­tos. Abrí la ventana y volqué el frasco sobre el jardín, y en ese momento, al contemplar esa cascada brillante en la noche, decidí pedirle a Vera que me diera un hijo. Sabía que era imposible, pero estudié la idea durante unos minutos. Frente a la ventana, evoqué a Vera, siem­pre joven, de borceguíes y pantaloncillos, la camisa de frisa empapada de sudor, recogiendo agua para be­ber de un arroyo en los Apalaches. ¿Qué teníamos, ella y yo? Era una noche serena, oscura. En lo alto parpadeaba la Estrella Polar.

Traté de dormir. Estuve tendido en la cama unos minutos, abandoné el intento y bajé. Comí unas ga­lletas. Bebí dos copas de whisky. Me senté en la ven­tana a contemplar el patio delantero. Entonces me paré y salí y miré las estrellas, traté de contemplar su belleza y su misterio. Pensé en millones de toneladas de gases al explotar, hidrógeno y helio, gigantes rojas, supernovas. En algunos lugares eran densas como nubes. Pensé en magnesio y siliconas e hierro. Traté de contemplarlas fuera del orden de las constelacio­nes, pero era como tratar de mirar una palabra sin leer­la, y parado ahí en la noche no podía desenredar las formas. Habían aparecido algunas nubes que oculta­ban Auriga y Tauro. Cuando se extendían y empezaban a refractar la luz de la Luna, escuché al muchacho que silbaba el himno nacional. Me encontró junto al olmo, en pijama, sin afeitar, un poco borracho.

—Quiero pedirte un favor —dije.

—¿Señor?

—Soy un viejo y quiero pedirte que me hagas un favor. Deja la bicicleta —dije—. Deja la bicicleta y mira las estrellas.

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